jueves, 20 de enero de 2022

La universalización del analfabetismo



A mediados de la década del '90, con la venta exponencial de computadoras, la llegada de la telefonía celular y el advenimiento de internet, la mayor parte de los especialistas en tendencias, los medios masivos de comunicación y los gurúes tecnológicos, acuñaron un término que, según ellos, describiría a una gran parte de la sociedad que se quedaría afuera del mundo que estaba por venir. Los llamaban "analfabetos digitales": gente que, por desconocimiento, falta de iniciativa o sencillamente desinterés, no se integraría a las nuevas tecnologías y por lo tanto, quedaría "afuera del sistema". Los principales candidatos a este analfabetismo digital eran los mayores de 40/50 años, a los que por haberse desarrollado en un mundo analógico, les resultaría muy difícil insertarse en un planeta completamente digital.

Siguiendo con esta línea de pensamiento, las consecuencias para los ignorantes de la tecnología serían devastadoras: no podrían operar con un banco, no les sería posible adquirir bienes y/o servicios y quedarían prácticamente marginados del mercado laboral. El mundo que conocíamos en ese momento estaba a punto de cambiar de una forma tan dramática, que inevitablemente habría afectados que nunca podrían recuperarse.

Una gran parte de estas predicciones puede encontrarse en lo que quizás sea la "biblia" de la era digital, el libro "Ser Digital" de Nicholas Negroponte, fundador del MIT Media Lab. Muchos de los pronósticos de Negroponte se han cumplido, es cierto: hoy se compran millones de cosas, todos los días en forma virtual y muchísima gente tiene más interacción con otras personas a través del mundo virtual (redes sociales) que en la vida real. Muchos otros tal vez se cumplan... en unos cuántos años. Pero lo que Negroponte no pudo predecir es que la transformación de una era analógica a otra digital, no implicaría necesariamente la supremacía de la segunda sobre la primera. Veámoslo de esta manera: lo digital es el software, pero lo analógico es el hardware. Y sin "fierros" (en la jerga informática, computadoras, procesadores) no hay apps o programas que funcionen.

Como esta analogía sea tal vez difícil de entender, voy a intentar con otro ejemplo. Todos sabemos de las bondades de aprender otro idioma. Pero ¿qué pasaría si al aprender a hablar inglés, paulatinamente nos fuéramos olvidando de nuestro idioma nativo, el español? Si la persona se mudara a Estados Unidos, tal vez no sería demasiado problema. Pero si siguiera viviendo en Argentina, tendría graves dificultades de comunicación. Para hacerlo más fácil, simplemente recuerde si alguna vez viajó a un país en el que se hablaba un idioma que usted desconocía por completo. Pedir algo tan sencillo como un vaso de agua, podía ser una tarea titánica.

Muchos integrantes de las nuevas generaciones, millenials y centennials, educadas casi por completo en una era digital, no recuerdan -o directamente no aprendieron- las reglas básicas del idioma analógico, fundamentalmente la madre de todos los hardwares: la comunicación. Según dos de las principales definiciones de la RAE (Real Academia Española), comunicación significa "trato, correspondencia entre dos o más personas"; y también "transmisión de señales mediante un código común al emisor y al receptor". Ésta última es quizás la que mejor se adapta a lo que tratamos de decir: si no hay un código común entre emisor y receptor, la comunicación será imposible. Un ser digital utiliza un idioma principalmente aprendido por fuera del sistema educativo analógico. Ese lenguaje digital cotidiano incluye abreviaturas, contracciones, palabras derivadas de otros idiomas o directamente inventadas, emoticones y símbolos. En una comunicación entre pares digitales, no tendrán problemas para entenderse. Pero cuando trate de llevar ese mensaje al mundo analógico, la cosa se complicará. No sólo porque la inmensa mayoría de las personas por encima de su nicho generacional no está familiarizada con ese lenguaje, sino porque, además, ciertas actividades del mundo analógico necesitan más información para funcionar, no alcanzan sólo tres palabras.

Un par de ejemplos: Juan Carlos es electricista. Tiene más de sesenta años y acorde con la era digital, la mayor parte de sus servicios los promociona a través de internet, sea por redes sociales o en un sitio de compra/venta. Es habitual que reciba pedidos de presupuestos para diversos trabajos. Algunos de los mensajes recibidos:
"luz p/patio. Cuánto?" (¿cuántos watts?, ¿qué tipo de luz? Ninguna explicación)
"instalar led c/sensr de mov" (un sensor de movimiento, suponemos. Hay más de treinta modelos ¿cuál necesita?)
Y el mejor: "tablero de luces, qué onda?" (????)
Cada uno de los pedidos realizados tiene un denominador común: todos saben lo que quieren, pero no tienen idea de cómo expresarlo en una comunicación formal para que el otro entienda. Que la palabra no esté completa, tal vez no sea importante. Pero que no haya contexto, sí lo es. Es como trasladar lo que tengo en la cabeza, directo al texto, sin filtro. El celular, para muchos, funciona como una extensión de la mente y no como una herramienta de comunicación. Para las generaciones analógicas, la función primordial del teléfono es ésa: comunicarse. Para las digitales, no. Por eso muchos adolescentes jamás usan el celular para "hablar". 
Aclaración necesaria: todos los mensajes del ejemplo son reales. Según los perfiles de quienes preguntaron, todos tienen menos de 25 años.

Ejemplo número dos: Martín es jubilado. Tiene 77 años. Todos los meses cobra su pensión en un cajero automático. Como su banco constantemente le pide que cambie la clave de acceso, Martín ha optado por anotar la última clave en un papelito. Mientras se coloca los anteojos para ver de cerca y saca el papelito del portadocumentos, a veces demora unos minutos frente al cajero. Hace algunas semanas, mientras estaba frente a la máquina, tenía detrás suyo a un muchacho de no más de veinte años, resoplando por la tardanza. El chico, mientras esperaba, enviaba mensajes a una velocidad asombrosa, digna de un nativo digital. Martín finalmente pudo hacer la extracción y se alejó un par de metros para contar el dinero. El muchacho se acercó al cajero para depositar un pequeño fajo de billetes. Lo hizo al menos cuatro veces, obteniendo el mismo resultado: la máquina no los aceptaba. El chico los sacaba, los miraba de cerca como si fueran falsos y suspiraba. Con ínfima paciencia e insultando por lo bajo, empezó a recoger sus cosas para irse. Martín, solícito, se le acercó y le mostró que algunos de los billetes estaban doblados apenas en las puntas. Le sugirió que los enderezara y que hiciera el depósito en varias veces, introduciendo pocos billetes cada vez. En pocos minutos, el muchacho logró hacer el depósito completo. Antes de irse, agradeció al jubilado pero mascullando "esto no tiene que pasar. La máquina anda mal". Puede ser. Pero en el mundo real, es un hecho que las máquinas fallan. Y la paciencia es un activo muy poco valorado en el universo digital.

La pregunta es, ¿Juan Carlos y Martín son analfabetos digitales? Por lo expuesto, se ve que no. Aún con dificultades, son capaces de desenvolverse en ese mundo de unos y ceros con cierta soltura. Lo que sí merecería un análisis más profundo es si el muchacho del cajero y los clientes del electricista son analfabetos analógicos, incapaces de realizar una pregunta coherente con lo que necesitan o sin paciencia para lidiar con problemas que se resuelven fácilmente con sentido común.

Hay, además, una diferencia sustancial entre ambos mundos: al analógico, aún a regañadientes, no le queda más remedio que ir hacia adelante, hacia lo digital. Y éste, en cambio, no concibe ir hacia atrás, hacia lo no-digital. En otras palabras, a Juan Carlos y a Martín no les queda otra que aprender. Tardarán más o menos, según su interés. Pero a los nativos digitales les resultará mucho más difícil utilizar herramientas del lenguaje y la comunicación con las que no han tenido relación desde chicos.

Miguel Sosa, escritor español, asegura que Cervantes, en su obra El Quijote, usó veintitrés mil palabras diferentes. Hoy, un ciudadano medio, utiliza menos de cinco mil. Y si se toma la franja etaria que va de los quince a los treinta años, la cifra se reduce a menos de la mitad. "Si reducimos nuestro vocabulario se empobrece nuestro pensamiento y, en consecuencia, somos menos críticos" dice Sosa. Totalmente de acuerdo.

Tal vez en un futuro la humanidad aprenda a comunicarse a través de la telepatía o una habilidad similar, emulada por la tecnología. Neuralink, un proyecto liderado por alguna de las tantas empresas de Elon Musk, apunta a eso. Tal vez entonces sea posible prescindir de una comunicación verbal fluida porque podremos "ver" en nuestra cabeza lo que el otro está pensando... o tal vez no: intuyo que una mente confusa para expresar ideas en forma verbal, será igualmente borrosa en sus pensamientos.

Pero hasta ese momento y asumiendo que la digitalización de la comunicación se profundizará aún más, sólo podremos ver un uso cada vez más extendido de un vocabulario limitado. Pocas palabras expresan pocas ideas. Y pocas ideas, a lo largo de años, producen generaciones cada vez más idiotas. Así, llegará un momento en que ese analfabetismo se volverá universal. (*)

¿Significa esto que dejará de haber mentes brillantes? No. Aún en las épocas más oscuras de la humanidad, ha habido pensamientos diferentes que iluminaron un camino virtuoso, con descubrimientos científicos fantásticos o teorías adelantadas a su época. Poco importa que esos hallazgos pudieran contribuir a mejorar la vida de la gente recién un par de siglos después. Seguramente hoy debe haber decenas de científicos realizando investigaciones que sólo tendrán aplicación práctica dentro de cincuenta años. Como insinuamos antes, la paciencia es un activo muy valorado en el mundo real.

El problema es que no interesa cuántos descubrimientos la ciencia haya realizado o pueda realizar. Si la sociedad en la que está inserta es demasiado idiota para entender o valorar esa revelación, los beneficios del hallazgo quedarán en manos de unos pocos. No es nada nuevo, por otra parte. El mundo, capitalista o no, viene funcionando de esa manera desde hace siglos. De todos modos, hay algo aún peor, y es que una sociedad ignorante y desinformada y por lo tanto manipulable, descrea de un descubrimiento científico probado, altamente eficiente para toda la humanidad y factor indudable de progreso. ¿Ejemplos? Hay de todo un poco: terraplanistas, antivacunas, negacionistas de la evolución.

Una sociedad idiota no cuestiona las cosas desde el raciocinio sino desde la desinformación. Y no nos engañemos, la desinformación tiene una de sus patas bien amurada, primero de manera general en internet y después, más particularmente en las redes sociales. No es lo mismo un tipo exponiendo sus teorías antivacunas ante cuatro amigos en la mesa de un bar, que si lo hace frente a cuatro millones, viralizando ese mensaje a través de las redes sociales.

Por último, una aclaración. Esto no pretende ser una generalización ni mucho menos. Existen millones de nativos digitales, fanáticos de la lectura y fervientes buscadores de información confiable, capaces de comunicarse eficazmente no sólo con sus pares. Y del mismo modo, todavía hay analógicos fanáticos a los que la palabra evolución les produce urticaria. Verdaderos analfabetos digitales que prefieren hacer dos horas de cola en un banco antes que acercarse a un cajero automático. Para ellos, hagan click en este link: https://www.lanacion.com.ar/economia/negocios/los-pibes-de-sistemas-tienen-mas-de-60-aprenden-a-programar-y-consiguen-buenos-trabajos-a-la-edad-de-nid27112021/
A veces, una sociedad mejor se construye también con voluntad.

(*) Para los puristas del lenguaje, sé perfectamente que la palabra analfabeto define a una persona que no sabe leer y escribir. Aunque no sea exactamente éste el caso, si una persona lee, pero no entiende lo que está leyendo; y escribe de una manera que nadie entiende lo que quiso decir, tal vez no sea técnicamente un analfabeto, pero se parece bastante.

viernes, 17 de abril de 2020

viejos chotos


Buena idea esta de Macron. Buena idea esta de Larreta. Confinamiento obligatorio para adultos mayores. “Es por su propio bien”, según los genios autores de la iniciativa. Si se pueden contagiar y llenarnos de viejos achacados el sistema de salud, mejor dejarlos guardados en su casa. La sociedad del siglo XVII estaría encantada con este pensamiento.

Creo, de todos modos, que ambos mandatarios deberían pensar en llevar más allá esta sugerencia. Por ejemplo, si un agente del orden intercepta en la calle a un viejo choto sin permiso para circular, tiene todo el derecho de registrarlo, no vaya a ser cosa que, además de viejo, sea un subversivo. Si el anciano en cuestión tiene en su bolsa de compras un bife de costilla y un par de chorizos, multa inmediata. ¿Cómo se atreve este tipo a taponarse las arterias con colesterol? ¡ Mirá si nos satura las unidades coronarias!

Ni hablar si le encuentran un paquete de puchos ¡alerta máxima! Va a colapsar las terapias intensivas y no alcanzarán los respiradores.

¿Y si lleva una lata de sardinas o un paquete de papas fritas? Es un inconsciente. No tiene idea del exceso de sodio y el peligro de la hipertensión. Multa por atentar contra las salas de cardiología.

Si un agente de la ley detiene a una mujer adulta mayor sin permiso, y encuentra entre sus pertenencias un gotero con aceite de cannabis –o peor aún- ¡un porro!, cárcel inmediata por colapsar los centros de salud mental y no confiar en las bondades químicas de la medicina tradicional para tratar su artrosis. 

Y para finalizar, podría pasar que en su recorrida habitual, un policía, gendarme, prefecto o agente de tránsito, lo mismo da, encuentre circulando a un jovato, mayor de 70, que lleva en su mano una receta y una pastilla de viagra. El representante de la ley deberá, en este caso, llamar inmediatamente a un patrullero para confinar a este degenerado que puso en alerta a todos los servicios de urología. Lo único que falta: ¡encima que están en riesgo, se les ocurre coger!

En definitiva, señores Macron y Larreta, no se preocupen. La pelotudez es algo que, a veces, también se cura con el paso del tiempo.